Leyendo “El peor viaje del mundo” de Apsley Cherry-Garrard sobre la odisea de la última expedición al Polo del Capitán Scott me surge la necesidad de volver a escribir. Escribir para de nuevo mandar un mensaje en la botella a ese mundo que tal vez nos sobreviva. Esa necesidad de contar intentando captar la atención de un lector de fortuna, que de forma involuntaria se asome a la botella y descubra en el mensaje que encierra algo que, tal vez, le resulte esclarecedor sobre el sentido de la vida. El sentido de su vida. El sentido de nuestras vidas.
Ahora que mis padres ya se han ido para siempre tengo la necesidad de hablar de ellos. De lo importante que han sido y siguen siendo para mi. De lo mucho que los echo de menos. De su legado. De su inmortalidad.
El primero en irse fue mi padre. Paco, como mi madre lo llamaba, o Pado, que así era el nombre de su empresa y como a los amigos les gustaba llamarle, fue un hombre hecho así mismo. Un hombre a quién la vida no se lo puso fácil, desde que la guerra civil lo dejo huérfano y con escasos 11 años de repente se convirtió en el cabeza de familia. Una familia formada por dos hermanos más pequeños, una madre que los dejaría en su pueblo, Noceda del Bierzo, para ella buscarse la vida de nuevo en la Ponferrada del nuevo régimen porque a su marido lo habían matado a palos la guardia civil por ir al cuartel a quejarse del fusilamiento de su hermano, cuyo delito consistió en ser alcalde republicano y fiar a los desarrapados en época de hambruna. Así que le tocó aprender muy rápido lo que a otros nos enseña la vida con mucho más tiempo y es que: el que algo quiere, algo le cuesta. Sobre todo si empiezas desde cero, y con el escaso apoyo que te pueda dar una familia casi política que también lo estaba pasando mal. Así que en cuanto le insinuaron que allí estaba de prestado cogió un atadillo y a sus hermanos y se fue a Ponferrada para instalarse en casa de su tía Eulalia, que acaban de sacar de la cárcel tras cumplir con la condena por ser la mujer de su marido Gonzalo. Mi padre me contó que el único legado que le había dejado su tío Gonzalo antes de que lo fusilaran fue un reloj de pulsera que conservó toda su vida. Se lo dio cuando lo fue a visitar a la cárcel, seguramente previendo su final y le dijo: “Francisco nunca te dediques a la política, no merece la pena”. Tal vez el relato no se ajusta a la verdad pero así me lo contó mi padre. Pero lo cierto es que mi padre nunca se dedicó a la política, al menos como político. Sin embargo, si que siempre actuó como una persona comprometida. Comprometida con los que tenían menos que él, y sobre todo comprometida con su familia.
El fue siempre nuestro referente a seguir. El que nos enseño con el ejemplo. Del que aprendimos que todo lo que realmente es necesario está en nosotros mismos. También nos enseñó a no tenerle miedo al trabajo. A no tenerle miedo a la vida. Que el trabajo forma parte del viaje y que el viaje consiste en estar con los sentidos despiertos dispuesto a aprender, y con lo que aprendas puedes intentar crear. Y con lo que crees debes intentar ayudar a los demás. Ese fue su sentido de la vida.
Así con esas mimbres yo empecé a trabajar en el taller de mi padre a los once años, cuando llegaba el verano y las vacaciones escolares yo pasaba un mes en el taller. Eso sí remunerado. El me decía: tu no vas a tener el problema que tuve yo, pues siempre vas a tener algo que llevarte a la boca, la única decisión que tienes que tomar es si estudias o trabajas. La decisión fue clara: mientras pueda estudiaré. No quería pasar toda la vida en las faldas de la empresa de mi padre esperando a que me pasara la batuta. Tal vez la descripción que hago de él tenga el sesgo del hijo, y parezca que era una persona dura. Para nada tengo esa impresión de él. Cuando lo conocías bien estaba claro que era todo lo contrario: una persona sensible, de la que siempre podías obtener un buen consejo si se lo pedías, orgulloso de haberse hecho a si mismo, pero no prepotente.
A mi madre, la conoció a través de mi tío Tomas, su hermano, que era aficionado al teatro, como mi madre, y no se quién se interesó primero por quién, pero después de un noviazgo que duró el suficiente tiempo como para que mi padre se sintiera con la capacidad de formar una familia se casaron con las bendiciones de la iglesia. Porque mi madre, Gelita, fue siempre mucho de iglesia.
Al contrario que mi padre, mi madre era una niña bien de Ponferrada a la que los tiempos de postguerra y las habilidades comerciales de su padre, mi abuelo el señor José, les habían llevado a tener una situación acomodada. Así que muy a los pesares de mi abuelo su hija Gelita, además de desarrollar una profunda fe católica, estudió enología en Requena, Valencia, cuando todavía ninguna mujer de este país lo había hecho. Eso sí, nunca ejerció como tal. Tampoco en la bodega de vinos de mi abuelo, porque era mujer…
El caso es que se casaron y fruto de su amor y de los prejuicios de la religión nos tuvieron a nosotros sus cuatro hijos. Yo el tercero y único varón crecí entre algodones protegido por mis padres y mis hermanas mayores y siendo el ojito derecho de mi abuelo José del que también guardo un recuerdo imborrable. De mis recuerdos infantiles me vienen las navidades, en las que mis padres se esforzaban en cumplir nuestros deseos, sin malcriarnos demasiado, siempre intentando enseñarnos que las cosas costaban dinero y que los ricos no eran los que mas tenían sino los que menos necesitaban. Después las navidades se convirtieron en el momento de reencuentro de la familia. Porque cuando crecimos ninguno de los cuatro quedamos en Ponferrada y sólo nos volvíamos a juntar en esas fechas y entre comidas excesivas y sobremesas dilatadas surgían las confidencias de nuestras cosas. Siempre el recuerdo de las navidades es el recuerdo de mi padre feliz. Tal vez era ese momento efímero en el que el sentía que a pesar de sus difíciles comienzos había podido construir algo que se parecía a la familia que le quitaron de crío, y de la que él no ocultaba sentirse orgulloso.
De mis recuerdos juveniles, me vienen mis deseos de descubrir montañas salvajes y la oposición de mi padre a que su hijo desapareciera entre paredes antes de que le diera tiempo a descubrir otras cosas. De como se le desencajó la cara cuando le dije que iba a dejar las clases de piano, porque iba a estudiar para ser militar así que mejor me apuntaba a clases de kárate. Menos mal que al final acabé siendo geólogo. El quería que estudiara una ingeniería para que me hiciera cargo del taller, pero como era listo me aconsejaba que yo tenía que estudiar lo que yo quisiera y no lo que a él le gustaría. Pues sólo yo debía de ser responsables de mis decisiones importantes. Eso sin duda tuvo un peso importante, pues nunca tomé la decisión de dedicarme a subir montañas y esta actividad siempre estuvo subordinada a mis estudios de geología. Si aprendes a controlar el ansia, las cosas llegan a su tiempo. Tal vez por eso sigo vivo…
Primero se fueron algunos amigos inolvidables, y luego le llegó el turno a mi padre cuando Julia, mi hija, apenas contaba con tres años. Ahí acabó mi juventud y mi gusto por las navidades. Un cáncer inoportuno acabo con su vida dos años después de su jubilación. Demasiado pronto. Ya sé que nunca es al revés. Pero realmente pienso que se merecía haber tenido una vejez feliz y ni siquiera tuvo vejez.
Después Gelita, siguió con el timón de la familia que tanto esfuerzo les había costado construir. Nos reunía entorno a la mesa en el aniversario de mi padre y en navidades año tras año, en el que cantábamos y nos acordábamos de los que no estaban y me decía que cuando Paco estaba malo le decía que lo mejor que había hecho en esta vida era casarse con ella. Eso es amor, pensaba yo.
Mi madre con los años también fue madurando. Digo también, porque como comenté al principio a mi padre le tocó de crío. Primero fue poco a poco bajando de los cielos en los que vivía su Dios, quien tenía todo en sus manos, teniendo que ocuparse de otros asuntos más terrenales. Eso al principio la descolocó, pero como era capaz siguió plenamente autónoma en Ponferrada. Cuando llegaba el verano intentábamos pasar al menos una semana todos juntos por algún pueblo de Galicia, disfrutando de la compañía, la comida y el sol del Atlántico. Ella pudo disfrutar de sus nietos y de la vejez, aunque a mi siempre me entra la duda de si no hubiera preferido viajar más de lo que lo hizo y disfrutar más de la vida sin miedo a pecar, bajo la influencia de esa engañifla cristiana que nos cuentan que el paraíso está en el cielo y en la tierra estamos sólo para ganar méritos….
Fuera como fuese, los años fueron pasando y cuando Gelita y nosotros, en verano del 2019, íbamos a pasar la semana de vacaciones juntos en Bayona sufrió una insuficiencia respiratoria que la tuvo hospitalizada en el Álvaro Cunqueiro de Vigo hasta que en septiembre le operaron del corazón cambiándole la válvula mitral. A partir de ahí su dependencia hizo que se trasladara a vivir con mi hermana María en Tuí. Desde hace cinco años, mi madre sufrió una última metamorfosis antes de dejarnos a principio de septiembre. A pesar de ser cada vez mas dependiente, en vez de incomodarla, se fue haciendo más pasota, o dicho de otra manera niilista. “Alea jacta est” parecía pensar. Este último año repetía: “os quiero mucho”; “ser buenos”; “yo estoy bien”.
Ahora ya no están, sólo nos queda acordarnos orgullosos de que somos sus hijos y de que tuvimos la suerte de tenerlos como padres.